Monografía, Problemas especiales de ética, 1er cuatrimestre 2009.
Santiago Bertoia, 32.404.458
LAS ETIQUETAS MÁS CARAS
El problema de la esencialización de los otros
Introducción
El objetivo de este trabajo es presentar mi actuar frente al otro movilizándome a partir de su modo de ser como un acto injustificado, equivocado o, mejor dicho en terminología sartreana, un acto de mala fe frente al ser del otro. A ello se debe el título: a lo costoso moralmente que nos es el etiquetar, determinar a los otros para ordenarlos o manipularlos. Para ellos tomaré la ontología de Sartre de El ser y la Nada y su desarrollo de la mala fe, tomando el concepto de nosotros y cómo aplicamos mala fe frente al otro en su definición y cómo la aplicamos con nosotros mismos cuando nos decimos como un nosotros. De este modo estaré criticando a la noción de cultura. Por último, trayendo a colación a Levinas, señalaré qué clase de compromiso tengo para con los demás, pero al abordar el tema de la fundamentación de este compromiso nos topamos con un problema: la circularidad. Es un problema que dejaré abierto y que merecería otro abordaje en otro trabajo.
Los otros y nosotros etiquetados
En el intento de conocer…
Intentaré, en primer lugar, dar una descripción en la medida de lo posible plausible de lo que es el conocimiento. Ni siquiera juzgaré si es posible o no conocer o si hay objetos cognoscibles; simplemente trataré de explicar lo que, a mi entender, sucede cuando se pretende conocer.
En primer lugar, cabe señalar que conocer es tratar de ordenar lo que se me revela en la experiencia. Podemos verlo en Kant[1]; es sintetizar los datos difusos que se dan a mi sensibilidad. Es aplicar categorías, sintetizar lo dado en objetos. Frente a lo que está ahí –no importa qué me afecta ni su ser- yo hago algo. Digamos que la conciencia es conciencia de esas cosas, pero en tanto se enfrenta a ellas trata de hacer algo con ellas. La conciencia quiere dominar, porque tiene que moverse en ese mundo. Tiene que comprender lo que lo rodea para poder actuar en él. No estoy insinuando que lo haga ni muchos menos, sino que intenta hacerlo. La conciencia, cada uno de nosotros, ensimisma lo que la rodea: digamos, que trato de adueñarme de lo que no es conciencia, “hacerlo parte de mí mismo”. Está claro que no pretendo decir que la conciencia tiene partes, sino que es un sentido metafórico. Más bien debiera decir que la conciencia necesita organizar la realidad para poder actuar sobre ella.
Deseo resaltar que no quiero decir con esto que la conciencia ordena por sí misma al mundo o es el fundamento de tal orden, sino que está en un mundo ya ordenado por otros. Pero cada uno es cada uno, y la conciencia-subjetividad al menos debe hacerse con el ordenamiento del mundo que han hecho los otros. Más lo que permite tal ordenamiento cotidiano y práctico del mundo es la actitud epistemológica de ordenar la realidad percibida –en sentido amplio-. Así, esta silla que es silla porque la han hecho silla, lo es para mí porque es silla y no más bien nada. Y para poder categorizar al mundo, o mejor dicho categorizar los objetos, tendemos a –no me animo a decir que debemos- esencializar las cosas. Esencializar en un sentido clásico: les conferimos un ser determinado; determinado por su forma, el concepto. Así sé que algo azul que dibuja ondas en el medio de un campo es algo a lo cual no puedo aventurarme sin más, porque puedo resultar ahogado. ¿Por qué? Porque ese es “un lago” y en los lagos la gente se ahoga.
Conocer al conocimiento
La conciencia no puede, para Sartre, ser conocida. Querer conocer la conciencia, movimiento que intenta según él el idealismo, nos lleva, o bien a tener que explicar antes el ser del conocimiento, por lo cual no explica nada, o bien fundamos todo eso en la nada. El conocimiento –la conciencia- escapa al conocimiento. Lo conocido remite al ser cognoscente en tanto que es, en tanto conciencia, y no en tanto conocido, en tanto conciencia conocida. Por eso la conciencia no es un conocimiento de sí, o de sus estados internos. Ésta es, en cambio, conciencia del mundo. Es conocimiento –como algo que se le devela- de los objetos del mundo. Es un conocer hacía afuera, se conoce lo de afuera porque no hay un adentro la conciencia. Y para ello, la conciencia debe ser conciencia de sí como conciencia. Pero no la conocemos. No hay en la auto-conciencia una relación de sujeto-objeto. Es, en cambio, una relación inmediata de sí consigo misma.
La conciencia “surgiendo en el seno del ser, crea y sostiene su esencia, es decir, la ordenación sintética de sus posibilidades.” “como la conciencia no es posible antes de ser, sino que su ser es la fuente y condición de toda posibilidad, su existencia implica su esencia”.” Puede haber conciencia de ley, pero no ley de conciencia.” Y agrega en la nota al pie: “… ella es causa de su propia manera de ser”[2].
La conciencia es un ser que escapa al conocimiento y lo funda; un pensamiento que no se da como representación sino que es captado en tanto que es; la captación no es un fenómeno de conocimiento, sino la estructura del ser.
Mi ser para el otro
Así como ordenamos al mundo y a los objetos para movernos en él, con ellos y a través de ellos, nos encontramos de repente frente al prójimo. Vuelvo a Sartre. El prójimo, que es como un fisura, “una fuga y ausencia del mundo con relación a mí”[3], no puede ser sino probable en tanto objetos. Aunque sea infinitamente, el otro-objeto no podrá ser jamás más que una probabilidad en tanto, justamente, objeto de mi conciencia. En cambio, el prójimo es para él una presencia indubitable que reconozco en mi ser. Es decir: al prójimo sujeto no lo puedo percibir jamás, sino que su existencia me está develada en tanto yo me asumo como siendo objeto para él. Dirá Sartre que eso se manifiesta claramente en la vergüenza o el orgullo: lo que allí sucede es que me asumo como algo para Otro; soy aquel al que el otro hace ser algo. Si el Otro me hace ser chusma mientras espío por una cerradura, entonces en la vergüenza se devela mi aceptación de ese ser aquel que es chusma para el Prójimo. Ese Otro se me aparece no en tanto lo miro entonces, sino en tanto mirada que me mira; en tanto sujeto que me juzga como algo: sujeto que me hace ser un objeto, que me atribuye un modo de ser. Lo que soy es mi modo de ser, pero un modo de ser del cual no soy fundamento y que tiene un fundamento que jamás conoceré, pues es del Otro, ese sujeto que se me devela en mis estructuras.
Hay un par de cosas que señalar respecto a esto último. En primer lugar veamos cómo es esto de que el prójimo me confiera un ser. Mi conciencia no puede afirmar nada de sí misma sí por sí misma. No se puede “ver” por ejemplo, es decir, posicionarse como esa conciencia arrojada a la cerradura, como esa conciencia que tenía metido el dedo en la nariz sin preocupación alguna mientras estaba de acompañante en un auto sin vidrios polarizados o esa conciencia que, apasionadamente enamorada se fija casi sin interrupciones en el prójimo-objeto del cual está enamorada. Hasta allí estoy arrojado en el mundo. Pero la mirada del otro me ubica, me da una posición. Eso se me revela en la vergüenza, por ejemplo. En el momento en que alguien me ve en el pasillo y me reconozco como este chusma –sino no habría vergüenza-, en el momento en que me reconozco como ese sucio al que el conductor de al lado hace notar su inmoralidad, por estar expuesto al público y hacer algo repugnante o en el momento en que la persona de la cual estoy enamorada me vuelve a poner en el mundo, pero esta vez con los cachetes colorados; en esos momentos me hago yo, me reconozco. No como objeto, no reflexivamente, sino como objeto para una subjetividad ajena, para una libertad ajena. Tengo conciencia de mí en tanto escapo a mí mismo. Pero no soy objeto de reflexión para mí. No reflexiono nada sobre mí sino que me asumo como siendo algo; me asumo como un objeto dentro del mundo del otro; me asumo como un ser que está separado de mí puesto que lo soy no para mí, sino para otro. No puedo conocer ese ser que soy ahora, sino que sólo puedo vivirlo. Podríamos decir, siguiendo la analogía con las manifestaciones físicas de la vergüenza psicológica; a ese ser lo transpiro.
Sartre sostiene, como ya dije, que ese ser Yo lo soy, sólo que ese ser conserva una determinación dada debido a que en realidad el que me determina en ese ser es el prójimo y yo no puedo conocer al prójimo, por lo que me es imprevisible. Pero Yo lo soy y sólo un acto de mala fe me hará no negarlo, pues la vergüenza me lo confiesa. Creo necesario hacer una crítica en este momento. Sartre sostiene, con atino, que lo que el Otro me confiere es la objetividad, y por eso me ubica en el mundo. Sólo a partir del otro yo puedo ser “ese que está sentado”. Según él, basta que el otro me mire para que yo sea lo que soy, pero no para mí mismo puesto que si fuera por mí o para mí siempre sería conciencia arrojada al mundo, proyectada a él, sin poder hacerme ser un yo. Me hace ser en el mundo. Captarme como visto es ubicarme en el mundo, pero es también un mundo que yo no organizo, con otras distancias. Ahora bien, Sartre dice: “Si hay otro, quienquiera que fuere, dondequiera que esté, cualquiera que fueren sus relaciones conmigo, sin que actúe siquiera sobre mí sino por el puro surgimiento de su ser, tengo un afuera, tengo una naturaleza.”[4] Estoy totalmente de acuerdo con esta afirmación. Pero ya no se trata sólo de reconocerme como un objeto para otro sujeto, para su mundo, sino que se trata de ser algo determinado, una naturaleza para el otro. Porque, como ya trataré más adelante, en el encontrarse frente al prójimo también lo intentamos ordenar, como un objeto más, encuadrándolo en una naturaleza, esencializándolo para que podamos hacer con él algo. Pero el otro no es esa naturaleza, porque Yo no soy esa naturaleza que el otro me asigna. Se podrá decir que yo soy eso, porque soy aquel que con el dedo en la nariz sólo a partir del otro. Y que como no hay una interioridad mía, o dicho de otro modo, no hay mío más allá que ese que está ahí haciendo eso ahí, entonces puedo ser definido como ese que se saca los mocos de la nariz, pero no: yo no soy definible en eso. Y cuando el otro me objetiva me hace ser sucio, inmoral; escatológico como probablemente lo haga el lector ahora.
A mi entender no es un acto de mala fe el negar el ser que el otro me confiere. Lo que admito en mi vergüenza es el ser Yo aquel que está siendo juzgado. Eso hace haber otro que me juzga de un modo que jamás sabré, porque es el modo de juzgarme del otro. Pero no es mala fe el negarlo, sino que es un acto auténtico pues yo no sólo no puedo ser ese –no he de serlo en términos sartreanos-, sino que tampoco lo soy en el modo de ser que el otro me confiere. Me refiero a que el otro me juzgue de tal o cual manera es algo contingente; que el otro juzgue como malo el espiar y me haga ser malo, no es por creación original del otro, sino por aceptaciones de índole “cultural” –uso este término sólo como para facilitar la lectura-. Y justamente yo no soy eso que se dice de mí, porque si el otro sólo me puede tener como objeto y yo no soy ese objeto, pues yo no soy lo que soy y soy por tanto indefinible, entonces no puedo ser eso que se atribuye de mí. Lo que sí reconozco, en cambio, es que sí soy ese al que se juzga; me reconozco a mí como juzgado. En una sociedad que premiara a los que espían tal vez al ser “chusma”, es decir, descubierto como chusma, tal vez sentiría frente a la mirada de otro lo mismo que siento hoy al sentirme observado al tomar agua en una copa de cristal.
Cómo él mismo remarca: “ser mirado es captarse como objeto desconocido de apreciaciones incognoscibles, en particular, de apreciaciones de valor”. Y al mismo tiempo que las reconozco en la vergüenza -Sartre dice; “reconociendo lo bien fundado de ellas”[5] y yo insisto en que no reconozco lo bien fundado de ellas, sino que reconozco que no son mis apreciaciones sino las de otro; que estoy siendo juzgado y eso puede ser malo, pero no que están bien fundadas-, me hago esclavo para una libertad que no es la mía y que es condición de mi ser. Y en tanto soy objeto de valoraciones ajenas sobre las que no puedo hacer nada; calificaciones que ni siquiera puedo conocer, estoy en la esclavitud. Eso es cierto, si consideramos que siempre estamos en peligro frente al otro; siempre estamos expuestos a su libertad y a sus posibilidades. Siempre el otro nos puede hacer, incluso, dejar de ser, dejar de existir. Pero, de todos modos, insisto: el reconocimiento de esta esclavitud a la que me somete el otro en su libertad y despotismo y su determinación de mí mismo que yo acepto, no es más que aceptarme como objeto-prójimo para el prójimo-sujeto. Esta claro que yo me percato del otro en tanto sujeto, en tanto prójimo sujeto porque soy mirado, no porque lo miro. Me reconozco a mí mismo como objeto, pero como yo no puedo ser desde mi conciencia irreflexiva objeto para mí, entonces en mi aceptación de ser objeto reconozco sin conocer al otro-sujeto que me mira; a aquella subjetividad que desde su plena libertad me objetiva y me mira, que me mira no cómo sujeto sino como objeto. Mi objetividad es sólo por reconocer la objetividad que el otro me da. Está claro y estoy de acuerdo. Pero hasta ahí se puede llegar. Lo que puedo aceptar es el ser objeto que el otro me confiere, y no es que lo pueda aceptar sino que simplemente lo acepto; el otro me confiere objetividad. Pero sólo eso. Del hecho de que no pueda jamás conocer qué me hacer ser el otro sino que sólo puedo saber que me hace ser, desde el plano ontológico, entonces no puedo decir que yo soy eso que el otro me hace ser porque lo asumo. El qué me hace ser más allá de un objeto para otra experiencia, otra conciencia, objeto que reconozco, es algo que tiene que ver con aquella organización del mundo que èl necesita llevar a cabo y bajo la que yo caigo y jamás conoceré. Pero esa forma de hacerme ser algo, de darme una naturaleza tiene que ver con su necesidad de conferir naturalezas, y con la necesidad que todos tenemos de hacerlo por lo que uno toma naturalizaciones ya dadas desde antes, si se quiere “culturalmente”; si se quiere, es algo más bien psicológico, pero no ontológico.
La mala fe
Según el filósofo francés, el ser humano tiene actitudes negativas respecto de sí mismo, y una de esas actitudes negativas es la mala fe, que es una actitud poco valorable que se realiza siempre concientemente. Es como una mentira a sí mismo, que para ser tal, una mentira, no puede no ser conciente, desestimando así la influencia o determinación de lo inconciente en estos actos de engaño a sí mismo. Uno de los modos de darse la mala fe ocurre cuando un sujeto forma conceptos contradictorios entre la facticidad del ser humano –ser un objeto, el modo de ser en sí- y su trascendencia. No es que los quiera coordinar sino que afirma a la facticidad como siendo la trascendencia, y a esta última como siendo la primera o, en otros términos, al ser de la conciencia (para sí) con el ser de lo en sí.
Cuando la conciencia actúa de mala fe, lo que ésta trata de hacer es hacer que el hombre sea para él mismo lo que es, pero lo que es sólo como si fuera una cosa, como si fuera en sí, olvidando su trascendencia. Es identificar al ser de la conciencia consigo misma, como si no estuviera atravesada por una nada de ser, como si fuera maciza. Pero eso no es la conciencia: la conciencia necesariamente no es lo que es y es lo que no es, como ya indicamos anteriormente. El ser del hombre, de cada conciencia es algo que ha de hacerse a cada momento. El hombre es en el modo de hacerse ser lo que es. Es decir, que jamás será algo idéntico a sí mismo, jamás podrá alcanzar el ser de lo en sí, el ser de lo inconciente.
A mí entender, hay que entender esta imposibilidad de definir el ser del humano, de definirse a sí mismo, como una búsqueda para completar el vacío de ser que somos, este no ser nada que constantemente tratamos llenar para tapar la angustia. Eso es lo que hacemos a diario; nos hacemos, nos hacemos ser algo. Pero por otro lado es necesario para vivir, hay que tomar algún tipo de dirección y esto lo hacemos ordenando el mundo. ¿Cómo? Del mismo modo en que ordenamos la realidad, atribuimos esencias para poder actuar. Pero en este caso es más profundo: la vida es, en sí, un sin sentido. No hay nada, absolutamente nada que sea fundamento o guía de acción. Todo es sospechable, de modo que sólo la sospecha tiene lugar; todo es indefinible, de modo que la indefinibilidad es lo único certero –el ser de la conciencia-. Y hay que darle sentido: los inventamos o vienen inventados. O mejor dicho: vienen inventados, y elegimos inventarlos, pero no como creaciones originales, sino como tomas de decisión dadas a cada momento. Al estar frente a una naturaleza que no es tal, pues no es nada, al no ser nada, el hombre busca hacerse ser algo. Esto le da sentido como ya dijimos: así toma partido por alguna de sus posibilidades –entre las que puede elegir según su lugar-, pero se maneja en el mundo con conceptos, a partir de ellos. Y no sólo tiene que conceptualizar los objetos, sino que cuando él se busca a sí mismo, se pone como objeto, y como objetivo, en ese momento no puede más que conceptualizarse, tratar de darse a sí mismo algún tipo de esencia que le sirva como orientación y que lo tranquilice, que lo calme y llene su no ser nada., su nada de ser.
¿Por qué es posible la mala fe? Por supuesto, por que hay un prójimo que me hace descubrirme y admitirme, ser un objeto para él. El otro me objetiva. Sartre dice que esa distancia entre mi conciencia no reflexiva y mi yo, como objeto, como facticidad, es un conocimiento que me trasciende, que es para otro y que jamás conoceré. Es, según me parece, indiscutible que esa experiencia es una experiencia tal que nunca la podré tener, pero también creo que es discutible, dado que sostengo que nos manejamos conceptualmente, que me sea imposible tener una noción del ser que el otro me confiere. Como bien lo señala Wittgenstein[6], los significados de los términos, de los conceptos, son reglados socialmente. A mi entender las esencias, más allá de ser la razón de la serie de apariciones que devela un objeto, deben ser también encontradas en la multiplicidad, como aquel Sócrates de los diálogos platónicos: lo que encontramos común en la multiplicidad, tal vez por que las cosas tienen eso en común. Los fenómenos que son en sí, se nos develan con características similares. Así, cuando somos, cuando nos movemos en este mundo de alguna manera vamos etiquetando a las cosas. Eso hace el otro con el Yo-objeto de su experiencia: lo etiqueta. Pero esa etiqueta se da en un plano epistémico, gnoseológico. Es querer conocer a ese objeto, poder ordenarlo y poder integrarlo a mí mismo; es poder hacer algo con él, moverse a su alrededor: utilizarlo, rechazarlo, llenar con él mi vacío. Eso hace el otro conmigo: me etiqueta. Esa etiqueta tal vez pueda llegar a entenderla en cierto sentido cuando se manifiesta en el lenguaje. Puedo sospecharla o tratar de hacer una empatía sobre mi etiqueta, pero claro: jamás será mi etiquetación, sino la del otro. Ya lo señalé antes: el otro me hace ser objeto. Eso lo reconozco en la vergüenza, reconozco su mirada. Pero qué me hace, aunque lo reconozca psicológicamente no lo soy. Porque el otro me hace ser no sólo “ese que está allí con su dedo en la nariz”, sino que me hace ser “ese sucio y desvergonzado que está allí con su dedo en la nariz”. Y yo jamás lo reconoceré absolutamente. Reconoceré que lo hice, que para el otro soy eso y que incluso hasta para mí ese sucio, pero sé que no soy sólo eso, del modo en que las cosas son; de un modo macizo y plenamente lo que son. Sé que no soy plenamente sucio sino que actué de un modo moralmente, socialmente censurado y tal vez –si yo así lo creo y por eso me avergüenzo- censurable para los otros.
Actúo de mala fe entonces cuando acepto el ser que el otro me confiere en tanto objeto. Y es peor cuando yo mismo volcándome a mí mismo me confiero un ser que no es justamente el de la conciencia, es decir, me niego el ser del para sí: ser lo que no se es, no ser lo que se es. En cambio, me etiqueto a mí mismo tratando de llenar ese vacío, esa nada que soy. Algo tengo que hacer con mi vida, no puedo simplemente sobrevivir. Esto es una condición de todo sujeto en tanto subjetividad y en tanto subjetividad para otro, pero se hace muchísimo más claro en el mundo contemporáneo cosmopolita globalizado –es decir, en las grandes ciudades-. Es patente en todas sus aristas y en todos sus recovecos: uno tiene que ser algo: profesional, barrendero, obrero, pibe chorro, flogger, rockero, conservador, filósofo, rebelde. Por supuesto, muchas de estas cosas están ya institucionalizadas, por ejemplo la capacidad para ser filósofo. Por mucho que todos sabemos que no es así, la academia es un intento positivista que quiere ordenar a los filósofos y hacerlos ser eso: filósofos. Y los egresados luego están contentos; se sienten realizados. La realización es el punto más álgido de la mala fe: uno al fin logró ser algo en su vida, algo valioso, algo reconocible por los demás y para mí. Me hago real, por fin una cosa que no tiene fisuras, que no corre riesgos, que no va a sufrir más al devenir. Sin embargo, la conciencia “se constituye a sí misma, en su carne, como nihilización de una posibilidad que otra realidad humana proyecta como su posibilidad”[7].
Nosotros, la pertenencia a un grupo y la cultura
No hay nada a priori que me determine a cierto grupo de individuos. Como ya intente mostrar, el Otro me constituye a mí como un yo, objetivándome y haciéndome ser del modo del en-sí, haciéndome ser de un modo que reconozco ser yo en la vergüenza. Pero como ya dije, la vergüenza es por un lado un reconocimiento de mi objetividad frente al otro, pero no por ser vergüenza pues ésta está cargada de semántica moral, digamos, sino por ser una estructura que encuentro en mi conciencia que me refleja mi ser-objeto. Sartre dice que yo soy este yo, lo asumo, pero no he de serlo, pues el para sí es en el modo de no ser lo que es y ser lo que no es. A mi entender, lo que tenemos que entender, no ya basándonos en Sartre sino en nuestra reflexión, es que cuando el Otro me objetiva entonces no sólo me confiere un ser objeto, sino que también me etiqueta, me trata de conferir o, mejor dicho, me confiere una esencia: ordena mis apariciones, trata de comprenderlas, manejarlas, de dominarme y poder desplegar sus posibles conmigo, conmigo como medio. Y yo no soy esa esencia que él me confiere; ese ser, ese ser de cierto modo que él me confiere no lo soy. De hecho, ese ser que él me confiere está cargado de una semántica debida, entre otras cosas a la educación –ser hombre, por ejemplo, es algo cargado hasta los tuétanos de contenido semántico- y a los juegos interpretativos de lenguaje. Pero yo no soy lo que el lenguaje diga de mí, por mucho que lo diga y por mucho que diga yo.
Esto ocurre cuando el Tercero del que habla Sartre, ese que me confiere un nos-objeto pues somos para él un ellos-objeto: el Tercero nos mira a mí y a mi Prójimo, y nos mira como prójimos objeto; nos ordena, nos ve ordenables, nos hace ser lo mismo en cierto punto. No soy un nos-objeto junto a una tuerca que hay en la calle, sino que me hace parte de un nos-objeto junto a otro-objeto, nos confiere cierta esencia, nos asimila al otro y nos carga de semántica, de juicios de valor. Así soy agrupado pero en la medida en que me hacen ser algo, en la medida en que me agrupan con otro y, para esto, deben etiquetarnos. Pero yo lo reconozco, pues voy en búsqueda de un ser, de una definición que me permita evitar este tormento de carecer de fundamento. Quiero ser algo, y de mala fe acepto ser parte de algo, de algo definido. Pero aquel que me define se equivoca, violenta contra mi indefinición y lo mismo hago yo al aceptarlo.
Y si asumo un nos-sujeto lo hago sin fundamento alguno. “… no aparece sobre el fundamento de una relación ontológica concreta con los otros…” dice Sartre en el Ser y la Nada[8]. El nosotros-sujeto es un producto psicológico para él, distinto de el nosotros-objeto que vuelve a ser tan constitutivo como el para-otro. El sentirme psicológicamente parte de un grupo es algo contingente, en sentido amplio, pero no es una estructura de mi conciencia. No lo soy y agrego yo que no tiene mérito alguno. Sentirme identificado con modos de ser, en el sentido de modos de comportarme y de definirme no tiene nada que ver con mi esencia sino con mi circunstancias y, en el fondo, y no tanto, con un acto de mala fe; una mentira. No soy definible a partir de mi pertenencia a un grupo desde un plano ontológico. A partir de aquí critico al sentimiento de pertenencia de un individuo a un grupo, como un acto de mala fe.
Del mismo modo, considero que desde un punto de vista práctico, menos especulativo o metafísico, tampoco se puede definir lo cultural. No presentaré una tesis original al respecto y me limitaré a decir que hablar de culturas es como hablar de lenguajes y uno a lo sumo podría hablar de “juegos de comportamiento o costumbres”, haciendo obvia analogía con los juegos de lenguaje de Wittgenstein. En algunos puntos las personas se comportan del mismo modo, en otras de otro y los móviles son tan variados y se fundan o justifican en tantas otras acciones que no tiene sentido hablar de cultura. Bien se me podría objetar que, siguiendo la analogía con Investigacinoes filosóficas y su comparación del lenguaje con una vieja ciudad[9] lo mismo ocurre con lo cultural. Tal variación se da en las grandes urbes. Frente a esto sólo me queda responder: no hay nada que defina a una conciencia –ni siquiera decir de ella que es conciencia, con lo cargado que está conciencia de sentidos teóricos tanto por la filosofía como por la psicología, como por este trabajo-. Ni siquiera sus comportamientos, y su ser en el mundo psicológicamente, su mala fe y demás actitudes no tienen fundamento ontológico. Y si ser parte de una cultura es ser, entonces ese ser carece de fundamento, pues no es. Ninguna conciencia es parte de una cultura, sea en las grandes ciudades como que no encontremos demasiadas divergencias en el comportamiento de un grupo –para quien lo define, que se estará equivocando- humano.
En conclusión, el creerse parte de un grupo, el sentir que uno está determinado a actuar de determinada manera por pertenecer a él; el encontrarle sentido a la vida por ser parte de algo, eso es un acto de mala fe y, por lo tanto, injustificado
Ejemplo
Imaginemos la siguiente situación. Fui a la cancha. Desde chico me hicieron fanático de Huracán. Claro que es una forma de decir; tal vez eso lo pueda aceptar de mi niñez, pero es claro que ya desde más grande me fui eligiendo “fanático” de Huracán y he acompañado las campañas de ese equipo de fútbol casi con total fidelidad. He ido a la cancha, he sufrido sus derrotas deportivas como si fueran fracasos y frustraciones propios; he tomado sus victorias como reivindicaciones mías –y esto es interesantísimo: no sólo tomé sus victorias como victorias propias, como un estado de felicidad, sino que las tomaba como un alcance de un determinado ser superior; en esos momentos ser de Huracán no era lo mismo que no serlo. Serlo era, sin dudas, lo mejor que se podía ser-, me he peleado por sus causas, he insultado por él y he arriesgado por lo mismo mi vida.
Este día domingo fui a la cancha, como decía. El partido acaba de terminar; “perdimos”. Me encuentro caminando en las afueras del estadio, al marcharme, acompañado de muchísima gente que viste con ropas distintivas del mismo equipo. ¿Seremos la misma cultura? No importa, somos el mismo grupo. Vamos cantando canciones que nos dan identidad, nos hacen ser parte de lo mismo; gente que odia considerablemente a San Lorenzo, sea esto lo que fuere, y que siente con profundo dolor la derrota; de repente nos la soportamos, debemos reivindicarnos, darle dignidad a nuestro ser hinchas de Huracán. En el camino nos topamos con un puñado de simpatizantes de San Lorenzo. Los increpamos, los insultamos, pero no reaccionan; parecen tener miedo, se lo ve en su agachar la cabeza, en su paso acelerado, en su tímida búsqueda de un refugio. “Cobardes”, gritamos, “y de qué otro modo podía ser, si son de San Lorenzo”. Los corremos y los alcanzamos. No cabían más dudas, esa gente debía ser golpeada por ser algo de un algo que atacó a nuestra identidad, que nos humilló; no es tanto por ser de ese equipo, sino que esa gente se merecía sus golpes por haber simpatizado por él. Pero esa simpatía nos humilló, nos perjudicó en tanto éramos de Huracán; me humilló a mí mientras yo soy parte de un grupo. Yo elegí ser parte de ese grupo, me hice parte de él en cada ocasión y lo tomo como propio. Al principio era todo muy difuso: muchos golpes, piedrazos, patadas sin saber bien a quién se golpeaba, pero casi sin notarlo yo ya me encontraba frente a frente con un joven con la camiseta a rayas azul y roja. Él ya estaba en el piso, sangrando, sin posibilidades de defenderse o salir corriendo. Ya ni espantado estaba, porque estaba aturdido, rendido. Pero era inminente, esa camiseta merecía sufrir. Entonces decidí cortarla, cortarla para que sufra lo que me hizo; cortarla para que se desangre y se muera desangrada, cortarla para que no vuelva a parecer y para vengar mi humillación ahí adentro. ¿Lo creía a ese joven autor responsable de la muerte de la derrota de mi club? Vamos, nadie podría pensar tal cosa. Yo sabía que él no tenía goles ni era mi arquero que atajó tan mal, ni dirigente del club que se robó el dinero. No lo acribillé por eso, lo hice porque tenía esa camiseta; era esa camiseta; no lo maté a él, mate a su camiseta, a su ser de San Lorenzo.
Pueden imaginarse miles de situaciones como estas, cotidianas. Piénsese en las muertes de los floggers a mano de los emo, de los chetos a manos de la resentida juventud marginada, las atrocidades cometidas por el sistema judicial frente a los marginados, la muerte de los policías en manos de los delincuentes, en toda discriminación, pues ésta en sí no es más que esto, etc.
La relación moral
El reconocimiento
Como ya vimos, mi relación con el prójimo no es de conocimiento. Yo no conozco al prójimo-sujeto sino en tanto es aquel que me mira y me confiere una objetividad y un ser. Mi relación moral, no es una relación que se pueda entablar desde el conocimiento. No hay ningún fundamento cognoscible que pueda hacerme saber cómo se actúa correctamente, pues ni siquiera hay un actuar de modo correcto. Claro, sólo puedo creer que lo hay hasta que medito al respecto. En todo caso puedo obrar de mala fe y no cuestionarme con un mínimo de rigor sobre lo moral y llevar a cabo una reflexión ética, claro, como ya dije al principio, pero una reflexión floja y de mala fe; una reflexión que busca en fundamentos no fundados y totalmente arbitrarios, sabiéndolos arbitrarios –eso se refleja en el no querer indagar al respecto porque se sabe que no se encontrará fundamento. Basta para ello hablar con una persona sobre alguna convicción moral fuerte suya pero sobre la cual jamás ha indagado-. Aquí creo que di con el mejor ejemplo de mala fe, mala fe conciente.
No hay fundamento alguno y eso es desesperante. Pero, sin embargo lo moral existe porque nuestros actos siempre son el mundo, en el mundo mío y de otros. Mis acciones tienen efectos en o para los demás; los modifican y los afectan. Lo mismo viceversa. Introduciré aquí brevemente a Levinas y para ello quiero remarcar una cuestión. El ser-para-otro en Sartre es una hecho de la conciencia. No es una estructura ontológica del ser para sí (Pág. 309); no es posible derivar este ser para otro del ser para sí, ni que es, simplemente “nuestra realidad humana exige ser simultáneamente para sí y para otro”. La identidad del para sí se da como la negación de un prójimo que me niega como ser de su para sí. Él se hace no ser yo y yo así lo niego. Pero mi relación con el otro no puede conocerse más allá de esto. Yo no puedo conocer jamás al otro cómo un para sí si no sólo como un objeto, y en tanto tal su ser me es siempre solamente probable, del mismo modo que mi ser-objeto le es a él simplemente probable. Pero somos para el otro: yo para él y el para mí, fuera del plano del conocimiento y nos conocemos en tanto somos mirados y no en tanto miramos. La relación moral, digo yo, no tiene nada que ver con el conocimiento del otro.
Levinas, según Simon Critchley[10], sostiene justamente que la dimensión de la alteridad es algo que escapa a mi comprensión. Es algo que excede al conocimiento, y todo lo que excede al conocimiento requiere reconocimiento. Y lo que hay que reconocer es la separación del otro respecto de mí; hay que respetar esa trascendencia del otro. En Humanismo del otro hombre[11] Levinas indica que esta responsabilidad es anterior a toda intencionalidad y por eso anterior a toda libertad y esto suele contraponerse a la idea sartrena de que el hombre no es más que libertad. Pero a mi entender esto no es así. Sartre sostiene que el ser para otro es un hecho, más allá de que el para sí, la conciencia sea libre. Pero no es libre frente al la libertad del otro en tanto facticidad, sino que es libre respecto de sus posibilidades y en su hacerse ser lo que es. Así como es para sí, es para otro. Podríamos decir –no siendo tan fieles a la ontología sartreana, pero articulándola legítimamente a mi entender- que la libertad del para sí, su nada de ser, se da en un mundo que es, y en el que los otros son. El otro está ahí, amen de mi libertad. Y esa facticidad debe ser reconocida. Claro, si somos fieles al planteo sartreano, sólo reconozco el ser que el otro me confiere, pero porque reconozco la existencia del prójimo-sujeto sin conocerlo. En ese sentido Sartre y Levinas podrían llegar a combinarse o sintetizarse.
El compromiso
Para Sartre, la negación de ser que es el mismo ser de la conciencia tiene, a mi entender, un matiz normativo: eso es la mala fe. La mala fe es, por decirlo de una manera sencilla, mala. Es un atentar contra el modo mismo de ser de la conciencia, de uno mismo. Es un error; es querer hacerse ser lo que no se es, es querer objetivar lo que escapa siempre en último término a la objetivación, a la en-sí-ficación. Podríamos decir que uno debe asumir un compromiso con uno mismo puesto que en realidad uno es ese compromiso; el saberse no siendo lo que se es, y siendo lo que no se es. Uno no puede no ser ese compromiso, es el ser de uno. La mala fe es mala porque en realidad no es, es falsa. Claro, esta actitud de hecho asegura que no puede sostenerse por siempre, pues la conciencia se sabe no siendo eso que se encubre a sí misma. Yo sostendré que lo mismo ocurre respecto al prójimo: yo sé que aquel que me mira, ese prójimo-subjetividad para sí al cual soy en el modo de objeto no es eso que yo pretendo hacerle ser. No es ese objeto ni lo es para sí, es decir, no es ese conjunto de cualidades, cualidades que le aplico por querer o necesitar ordenarlo en mi experiencia; no es ese conjunto de etiquetas que le aplico al querer conceptualizarlo. Y mi compromiso para con los prójimos, con los prójimos, con todos y cada uno de ellos.
Es un compromiso que no puedo no asumir, porque yo reconozco que el prójimo no es ese que yo objetivo e intento etiquetar, sino que es justamente una mirada que yo no puedo mirar. El prójimo es algo que no puedo conocer y es eso lo único que conozco de él. A partir de allí un compromiso para con su no ser eso que yo le hago ser en para mí. Compromiso porque es una mala actitud frente al otro, pero frente a mí. Es como engañarme a mí mismo respecto del ser del otro porque yo sé que el otro no es eso que yo le hago ser. Y no es un engaño porque me confunda, sino porque el ser del otro en mí, el ser del que me mira no es ese ser que le confiero al querer conocerlo.
No hay un error de cálculos, ni algo que debamos llegar a conocer o deducir; es simplemente una actitud errada; pero que es conciente de su error –por eso es como la mala fe-. Y es, por ello, que es una actitud negativa –en sentido peyorativo-; es una actitud moralmente mala frente a cualquier prójimo; frente a todo prójimo. Por eso es el problema moral por excelencia: el compromiso con el otro por no poder más que reconocerlo; reconocerlo como algo a lo que no conozco ni debo conocer, sino aceptar en su modo de ser como otro que no soy yo.
Conclusión
Circularidad de la mala fe, conclusión.
Hemos presentado entonces a la pretensión (de mala fe) de querer recudir al otro a un objeto manipulable, etiquetarlo para poder ordenarlo e, incluso, poder comercializarlo, como sucede hoy día en casi todo los ámbitos en los que opera el capitalismo y las sociedades de consumo.
Pero ocurre un inconveniente: si la conciencia sabe que el otro no es eso, y si lo moral se juega en otro plano que no es el conocimiento; si lo único que podemos afirmar es que la conciencia se engaña a sí misma respecto al ser del otro cuando lo objetiva; si lo único que tenemos es una especie de principio según el cual sólo podemos saber que eso es mala fe, entonces: ¿Por qué lo hago? Para poder actuar en este mundo. Y por eso lo moral se da en el plano de las acciones: uno actúa moralmente, no es inmoralmente. No se es inmoral, claro está. El compromiso con el otro se da al actuar, pero no tenemos nada que nos haga saber cómo actuar frente al otro, sino sólo que al momento de objetivarlo estamos actuando mal. Y se da una circularidad: actúo inmoralmente siempre que actúe incorrectamente –de mala fe- . ¿Cómo resolverla? Sartre ya señala en El existencialismo es un humanismo[12] que lo que queda es un juicio lógico, y no de valor, pues ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. La mala fe es juzgable. De todos modos, me parece, volvemos a lo mismo: por qué es una actitud juzgable moralmente el mentir, sea mentirse a uno mismo o a lo demás.
Según lo entiendo, esto se debe a que lo moral tiene que ver más con problemas que trae el conflicto de la convivencia y las luchas de poder, siendo que carecemos de fundamentos morales. De todos modos, y aunque la mala fe no pueda ser un fundamento moral último, me parece que plantear el problema del error lógico pero no desde un conocimiento del otro sino simplemente de los modos de conciencia o, más bien, a partir de la indefinibilidad del otro es importante y necesario para un progreso ético. Si actúo frente al otro o contra el otro de determinada manera por su modo de ser, si ese es mi móvil, entonces debo saber que me estoy equivocando: el otro no es eso, yo no puedo definir al otro. Entonces, actuar sobre el otro por su modo de ser está injustificado, aun cuando no podamos decir que está mal.
Índice
Introducción
Los otros y nosotros etiquetados
En el intento de conocer……………………………….. 1
Conocer al conocimiento………………………………. 2
Mi ser para otro………………………………............... 2
La mala fe……………………………………………… 4
Nosotros, la pertenencia a un grupo y la cultura………. 6
Ejemplo………………………………………………... 7
La relación moral
El reconocimiento……………………………............... 8
El compromiso………………………………………… 9
Conclusión
Circularidad de la mala fe, conclusión………………... 10
Bibliografía.
Kant, Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 1938.
J-P. Sartre, El ser y la Nada, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 2008.
L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Editorial Altaya.
S. Critchley, Introducción a Levinas, Levinas, E. Difícil Libertad, Bs. As, Lilmod, 2004.
E. Levinas, Humanismo y An-arquía, Humanismo del otro hombre, Siglo veintiuno editores.
Santiago Bertoia, 32.404.458
LAS ETIQUETAS MÁS CARAS
El problema de la esencialización de los otros
Introducción
El objetivo de este trabajo es presentar mi actuar frente al otro movilizándome a partir de su modo de ser como un acto injustificado, equivocado o, mejor dicho en terminología sartreana, un acto de mala fe frente al ser del otro. A ello se debe el título: a lo costoso moralmente que nos es el etiquetar, determinar a los otros para ordenarlos o manipularlos. Para ellos tomaré la ontología de Sartre de El ser y la Nada y su desarrollo de la mala fe, tomando el concepto de nosotros y cómo aplicamos mala fe frente al otro en su definición y cómo la aplicamos con nosotros mismos cuando nos decimos como un nosotros. De este modo estaré criticando a la noción de cultura. Por último, trayendo a colación a Levinas, señalaré qué clase de compromiso tengo para con los demás, pero al abordar el tema de la fundamentación de este compromiso nos topamos con un problema: la circularidad. Es un problema que dejaré abierto y que merecería otro abordaje en otro trabajo.
Los otros y nosotros etiquetados
En el intento de conocer…
Intentaré, en primer lugar, dar una descripción en la medida de lo posible plausible de lo que es el conocimiento. Ni siquiera juzgaré si es posible o no conocer o si hay objetos cognoscibles; simplemente trataré de explicar lo que, a mi entender, sucede cuando se pretende conocer.
En primer lugar, cabe señalar que conocer es tratar de ordenar lo que se me revela en la experiencia. Podemos verlo en Kant[1]; es sintetizar los datos difusos que se dan a mi sensibilidad. Es aplicar categorías, sintetizar lo dado en objetos. Frente a lo que está ahí –no importa qué me afecta ni su ser- yo hago algo. Digamos que la conciencia es conciencia de esas cosas, pero en tanto se enfrenta a ellas trata de hacer algo con ellas. La conciencia quiere dominar, porque tiene que moverse en ese mundo. Tiene que comprender lo que lo rodea para poder actuar en él. No estoy insinuando que lo haga ni muchos menos, sino que intenta hacerlo. La conciencia, cada uno de nosotros, ensimisma lo que la rodea: digamos, que trato de adueñarme de lo que no es conciencia, “hacerlo parte de mí mismo”. Está claro que no pretendo decir que la conciencia tiene partes, sino que es un sentido metafórico. Más bien debiera decir que la conciencia necesita organizar la realidad para poder actuar sobre ella.
Deseo resaltar que no quiero decir con esto que la conciencia ordena por sí misma al mundo o es el fundamento de tal orden, sino que está en un mundo ya ordenado por otros. Pero cada uno es cada uno, y la conciencia-subjetividad al menos debe hacerse con el ordenamiento del mundo que han hecho los otros. Más lo que permite tal ordenamiento cotidiano y práctico del mundo es la actitud epistemológica de ordenar la realidad percibida –en sentido amplio-. Así, esta silla que es silla porque la han hecho silla, lo es para mí porque es silla y no más bien nada. Y para poder categorizar al mundo, o mejor dicho categorizar los objetos, tendemos a –no me animo a decir que debemos- esencializar las cosas. Esencializar en un sentido clásico: les conferimos un ser determinado; determinado por su forma, el concepto. Así sé que algo azul que dibuja ondas en el medio de un campo es algo a lo cual no puedo aventurarme sin más, porque puedo resultar ahogado. ¿Por qué? Porque ese es “un lago” y en los lagos la gente se ahoga.
Conocer al conocimiento
La conciencia no puede, para Sartre, ser conocida. Querer conocer la conciencia, movimiento que intenta según él el idealismo, nos lleva, o bien a tener que explicar antes el ser del conocimiento, por lo cual no explica nada, o bien fundamos todo eso en la nada. El conocimiento –la conciencia- escapa al conocimiento. Lo conocido remite al ser cognoscente en tanto que es, en tanto conciencia, y no en tanto conocido, en tanto conciencia conocida. Por eso la conciencia no es un conocimiento de sí, o de sus estados internos. Ésta es, en cambio, conciencia del mundo. Es conocimiento –como algo que se le devela- de los objetos del mundo. Es un conocer hacía afuera, se conoce lo de afuera porque no hay un adentro la conciencia. Y para ello, la conciencia debe ser conciencia de sí como conciencia. Pero no la conocemos. No hay en la auto-conciencia una relación de sujeto-objeto. Es, en cambio, una relación inmediata de sí consigo misma.
La conciencia “surgiendo en el seno del ser, crea y sostiene su esencia, es decir, la ordenación sintética de sus posibilidades.” “como la conciencia no es posible antes de ser, sino que su ser es la fuente y condición de toda posibilidad, su existencia implica su esencia”.” Puede haber conciencia de ley, pero no ley de conciencia.” Y agrega en la nota al pie: “… ella es causa de su propia manera de ser”[2].
La conciencia es un ser que escapa al conocimiento y lo funda; un pensamiento que no se da como representación sino que es captado en tanto que es; la captación no es un fenómeno de conocimiento, sino la estructura del ser.
Mi ser para el otro
Así como ordenamos al mundo y a los objetos para movernos en él, con ellos y a través de ellos, nos encontramos de repente frente al prójimo. Vuelvo a Sartre. El prójimo, que es como un fisura, “una fuga y ausencia del mundo con relación a mí”[3], no puede ser sino probable en tanto objetos. Aunque sea infinitamente, el otro-objeto no podrá ser jamás más que una probabilidad en tanto, justamente, objeto de mi conciencia. En cambio, el prójimo es para él una presencia indubitable que reconozco en mi ser. Es decir: al prójimo sujeto no lo puedo percibir jamás, sino que su existencia me está develada en tanto yo me asumo como siendo objeto para él. Dirá Sartre que eso se manifiesta claramente en la vergüenza o el orgullo: lo que allí sucede es que me asumo como algo para Otro; soy aquel al que el otro hace ser algo. Si el Otro me hace ser chusma mientras espío por una cerradura, entonces en la vergüenza se devela mi aceptación de ese ser aquel que es chusma para el Prójimo. Ese Otro se me aparece no en tanto lo miro entonces, sino en tanto mirada que me mira; en tanto sujeto que me juzga como algo: sujeto que me hace ser un objeto, que me atribuye un modo de ser. Lo que soy es mi modo de ser, pero un modo de ser del cual no soy fundamento y que tiene un fundamento que jamás conoceré, pues es del Otro, ese sujeto que se me devela en mis estructuras.
Hay un par de cosas que señalar respecto a esto último. En primer lugar veamos cómo es esto de que el prójimo me confiera un ser. Mi conciencia no puede afirmar nada de sí misma sí por sí misma. No se puede “ver” por ejemplo, es decir, posicionarse como esa conciencia arrojada a la cerradura, como esa conciencia que tenía metido el dedo en la nariz sin preocupación alguna mientras estaba de acompañante en un auto sin vidrios polarizados o esa conciencia que, apasionadamente enamorada se fija casi sin interrupciones en el prójimo-objeto del cual está enamorada. Hasta allí estoy arrojado en el mundo. Pero la mirada del otro me ubica, me da una posición. Eso se me revela en la vergüenza, por ejemplo. En el momento en que alguien me ve en el pasillo y me reconozco como este chusma –sino no habría vergüenza-, en el momento en que me reconozco como ese sucio al que el conductor de al lado hace notar su inmoralidad, por estar expuesto al público y hacer algo repugnante o en el momento en que la persona de la cual estoy enamorada me vuelve a poner en el mundo, pero esta vez con los cachetes colorados; en esos momentos me hago yo, me reconozco. No como objeto, no reflexivamente, sino como objeto para una subjetividad ajena, para una libertad ajena. Tengo conciencia de mí en tanto escapo a mí mismo. Pero no soy objeto de reflexión para mí. No reflexiono nada sobre mí sino que me asumo como siendo algo; me asumo como un objeto dentro del mundo del otro; me asumo como un ser que está separado de mí puesto que lo soy no para mí, sino para otro. No puedo conocer ese ser que soy ahora, sino que sólo puedo vivirlo. Podríamos decir, siguiendo la analogía con las manifestaciones físicas de la vergüenza psicológica; a ese ser lo transpiro.
Sartre sostiene, como ya dije, que ese ser Yo lo soy, sólo que ese ser conserva una determinación dada debido a que en realidad el que me determina en ese ser es el prójimo y yo no puedo conocer al prójimo, por lo que me es imprevisible. Pero Yo lo soy y sólo un acto de mala fe me hará no negarlo, pues la vergüenza me lo confiesa. Creo necesario hacer una crítica en este momento. Sartre sostiene, con atino, que lo que el Otro me confiere es la objetividad, y por eso me ubica en el mundo. Sólo a partir del otro yo puedo ser “ese que está sentado”. Según él, basta que el otro me mire para que yo sea lo que soy, pero no para mí mismo puesto que si fuera por mí o para mí siempre sería conciencia arrojada al mundo, proyectada a él, sin poder hacerme ser un yo. Me hace ser en el mundo. Captarme como visto es ubicarme en el mundo, pero es también un mundo que yo no organizo, con otras distancias. Ahora bien, Sartre dice: “Si hay otro, quienquiera que fuere, dondequiera que esté, cualquiera que fueren sus relaciones conmigo, sin que actúe siquiera sobre mí sino por el puro surgimiento de su ser, tengo un afuera, tengo una naturaleza.”[4] Estoy totalmente de acuerdo con esta afirmación. Pero ya no se trata sólo de reconocerme como un objeto para otro sujeto, para su mundo, sino que se trata de ser algo determinado, una naturaleza para el otro. Porque, como ya trataré más adelante, en el encontrarse frente al prójimo también lo intentamos ordenar, como un objeto más, encuadrándolo en una naturaleza, esencializándolo para que podamos hacer con él algo. Pero el otro no es esa naturaleza, porque Yo no soy esa naturaleza que el otro me asigna. Se podrá decir que yo soy eso, porque soy aquel que con el dedo en la nariz sólo a partir del otro. Y que como no hay una interioridad mía, o dicho de otro modo, no hay mío más allá que ese que está ahí haciendo eso ahí, entonces puedo ser definido como ese que se saca los mocos de la nariz, pero no: yo no soy definible en eso. Y cuando el otro me objetiva me hace ser sucio, inmoral; escatológico como probablemente lo haga el lector ahora.
A mi entender no es un acto de mala fe el negar el ser que el otro me confiere. Lo que admito en mi vergüenza es el ser Yo aquel que está siendo juzgado. Eso hace haber otro que me juzga de un modo que jamás sabré, porque es el modo de juzgarme del otro. Pero no es mala fe el negarlo, sino que es un acto auténtico pues yo no sólo no puedo ser ese –no he de serlo en términos sartreanos-, sino que tampoco lo soy en el modo de ser que el otro me confiere. Me refiero a que el otro me juzgue de tal o cual manera es algo contingente; que el otro juzgue como malo el espiar y me haga ser malo, no es por creación original del otro, sino por aceptaciones de índole “cultural” –uso este término sólo como para facilitar la lectura-. Y justamente yo no soy eso que se dice de mí, porque si el otro sólo me puede tener como objeto y yo no soy ese objeto, pues yo no soy lo que soy y soy por tanto indefinible, entonces no puedo ser eso que se atribuye de mí. Lo que sí reconozco, en cambio, es que sí soy ese al que se juzga; me reconozco a mí como juzgado. En una sociedad que premiara a los que espían tal vez al ser “chusma”, es decir, descubierto como chusma, tal vez sentiría frente a la mirada de otro lo mismo que siento hoy al sentirme observado al tomar agua en una copa de cristal.
Cómo él mismo remarca: “ser mirado es captarse como objeto desconocido de apreciaciones incognoscibles, en particular, de apreciaciones de valor”. Y al mismo tiempo que las reconozco en la vergüenza -Sartre dice; “reconociendo lo bien fundado de ellas”[5] y yo insisto en que no reconozco lo bien fundado de ellas, sino que reconozco que no son mis apreciaciones sino las de otro; que estoy siendo juzgado y eso puede ser malo, pero no que están bien fundadas-, me hago esclavo para una libertad que no es la mía y que es condición de mi ser. Y en tanto soy objeto de valoraciones ajenas sobre las que no puedo hacer nada; calificaciones que ni siquiera puedo conocer, estoy en la esclavitud. Eso es cierto, si consideramos que siempre estamos en peligro frente al otro; siempre estamos expuestos a su libertad y a sus posibilidades. Siempre el otro nos puede hacer, incluso, dejar de ser, dejar de existir. Pero, de todos modos, insisto: el reconocimiento de esta esclavitud a la que me somete el otro en su libertad y despotismo y su determinación de mí mismo que yo acepto, no es más que aceptarme como objeto-prójimo para el prójimo-sujeto. Esta claro que yo me percato del otro en tanto sujeto, en tanto prójimo sujeto porque soy mirado, no porque lo miro. Me reconozco a mí mismo como objeto, pero como yo no puedo ser desde mi conciencia irreflexiva objeto para mí, entonces en mi aceptación de ser objeto reconozco sin conocer al otro-sujeto que me mira; a aquella subjetividad que desde su plena libertad me objetiva y me mira, que me mira no cómo sujeto sino como objeto. Mi objetividad es sólo por reconocer la objetividad que el otro me da. Está claro y estoy de acuerdo. Pero hasta ahí se puede llegar. Lo que puedo aceptar es el ser objeto que el otro me confiere, y no es que lo pueda aceptar sino que simplemente lo acepto; el otro me confiere objetividad. Pero sólo eso. Del hecho de que no pueda jamás conocer qué me hacer ser el otro sino que sólo puedo saber que me hace ser, desde el plano ontológico, entonces no puedo decir que yo soy eso que el otro me hace ser porque lo asumo. El qué me hace ser más allá de un objeto para otra experiencia, otra conciencia, objeto que reconozco, es algo que tiene que ver con aquella organización del mundo que èl necesita llevar a cabo y bajo la que yo caigo y jamás conoceré. Pero esa forma de hacerme ser algo, de darme una naturaleza tiene que ver con su necesidad de conferir naturalezas, y con la necesidad que todos tenemos de hacerlo por lo que uno toma naturalizaciones ya dadas desde antes, si se quiere “culturalmente”; si se quiere, es algo más bien psicológico, pero no ontológico.
La mala fe
Según el filósofo francés, el ser humano tiene actitudes negativas respecto de sí mismo, y una de esas actitudes negativas es la mala fe, que es una actitud poco valorable que se realiza siempre concientemente. Es como una mentira a sí mismo, que para ser tal, una mentira, no puede no ser conciente, desestimando así la influencia o determinación de lo inconciente en estos actos de engaño a sí mismo. Uno de los modos de darse la mala fe ocurre cuando un sujeto forma conceptos contradictorios entre la facticidad del ser humano –ser un objeto, el modo de ser en sí- y su trascendencia. No es que los quiera coordinar sino que afirma a la facticidad como siendo la trascendencia, y a esta última como siendo la primera o, en otros términos, al ser de la conciencia (para sí) con el ser de lo en sí.
Cuando la conciencia actúa de mala fe, lo que ésta trata de hacer es hacer que el hombre sea para él mismo lo que es, pero lo que es sólo como si fuera una cosa, como si fuera en sí, olvidando su trascendencia. Es identificar al ser de la conciencia consigo misma, como si no estuviera atravesada por una nada de ser, como si fuera maciza. Pero eso no es la conciencia: la conciencia necesariamente no es lo que es y es lo que no es, como ya indicamos anteriormente. El ser del hombre, de cada conciencia es algo que ha de hacerse a cada momento. El hombre es en el modo de hacerse ser lo que es. Es decir, que jamás será algo idéntico a sí mismo, jamás podrá alcanzar el ser de lo en sí, el ser de lo inconciente.
A mí entender, hay que entender esta imposibilidad de definir el ser del humano, de definirse a sí mismo, como una búsqueda para completar el vacío de ser que somos, este no ser nada que constantemente tratamos llenar para tapar la angustia. Eso es lo que hacemos a diario; nos hacemos, nos hacemos ser algo. Pero por otro lado es necesario para vivir, hay que tomar algún tipo de dirección y esto lo hacemos ordenando el mundo. ¿Cómo? Del mismo modo en que ordenamos la realidad, atribuimos esencias para poder actuar. Pero en este caso es más profundo: la vida es, en sí, un sin sentido. No hay nada, absolutamente nada que sea fundamento o guía de acción. Todo es sospechable, de modo que sólo la sospecha tiene lugar; todo es indefinible, de modo que la indefinibilidad es lo único certero –el ser de la conciencia-. Y hay que darle sentido: los inventamos o vienen inventados. O mejor dicho: vienen inventados, y elegimos inventarlos, pero no como creaciones originales, sino como tomas de decisión dadas a cada momento. Al estar frente a una naturaleza que no es tal, pues no es nada, al no ser nada, el hombre busca hacerse ser algo. Esto le da sentido como ya dijimos: así toma partido por alguna de sus posibilidades –entre las que puede elegir según su lugar-, pero se maneja en el mundo con conceptos, a partir de ellos. Y no sólo tiene que conceptualizar los objetos, sino que cuando él se busca a sí mismo, se pone como objeto, y como objetivo, en ese momento no puede más que conceptualizarse, tratar de darse a sí mismo algún tipo de esencia que le sirva como orientación y que lo tranquilice, que lo calme y llene su no ser nada., su nada de ser.
¿Por qué es posible la mala fe? Por supuesto, por que hay un prójimo que me hace descubrirme y admitirme, ser un objeto para él. El otro me objetiva. Sartre dice que esa distancia entre mi conciencia no reflexiva y mi yo, como objeto, como facticidad, es un conocimiento que me trasciende, que es para otro y que jamás conoceré. Es, según me parece, indiscutible que esa experiencia es una experiencia tal que nunca la podré tener, pero también creo que es discutible, dado que sostengo que nos manejamos conceptualmente, que me sea imposible tener una noción del ser que el otro me confiere. Como bien lo señala Wittgenstein[6], los significados de los términos, de los conceptos, son reglados socialmente. A mi entender las esencias, más allá de ser la razón de la serie de apariciones que devela un objeto, deben ser también encontradas en la multiplicidad, como aquel Sócrates de los diálogos platónicos: lo que encontramos común en la multiplicidad, tal vez por que las cosas tienen eso en común. Los fenómenos que son en sí, se nos develan con características similares. Así, cuando somos, cuando nos movemos en este mundo de alguna manera vamos etiquetando a las cosas. Eso hace el otro con el Yo-objeto de su experiencia: lo etiqueta. Pero esa etiqueta se da en un plano epistémico, gnoseológico. Es querer conocer a ese objeto, poder ordenarlo y poder integrarlo a mí mismo; es poder hacer algo con él, moverse a su alrededor: utilizarlo, rechazarlo, llenar con él mi vacío. Eso hace el otro conmigo: me etiqueta. Esa etiqueta tal vez pueda llegar a entenderla en cierto sentido cuando se manifiesta en el lenguaje. Puedo sospecharla o tratar de hacer una empatía sobre mi etiqueta, pero claro: jamás será mi etiquetación, sino la del otro. Ya lo señalé antes: el otro me hace ser objeto. Eso lo reconozco en la vergüenza, reconozco su mirada. Pero qué me hace, aunque lo reconozca psicológicamente no lo soy. Porque el otro me hace ser no sólo “ese que está allí con su dedo en la nariz”, sino que me hace ser “ese sucio y desvergonzado que está allí con su dedo en la nariz”. Y yo jamás lo reconoceré absolutamente. Reconoceré que lo hice, que para el otro soy eso y que incluso hasta para mí ese sucio, pero sé que no soy sólo eso, del modo en que las cosas son; de un modo macizo y plenamente lo que son. Sé que no soy plenamente sucio sino que actué de un modo moralmente, socialmente censurado y tal vez –si yo así lo creo y por eso me avergüenzo- censurable para los otros.
Actúo de mala fe entonces cuando acepto el ser que el otro me confiere en tanto objeto. Y es peor cuando yo mismo volcándome a mí mismo me confiero un ser que no es justamente el de la conciencia, es decir, me niego el ser del para sí: ser lo que no se es, no ser lo que se es. En cambio, me etiqueto a mí mismo tratando de llenar ese vacío, esa nada que soy. Algo tengo que hacer con mi vida, no puedo simplemente sobrevivir. Esto es una condición de todo sujeto en tanto subjetividad y en tanto subjetividad para otro, pero se hace muchísimo más claro en el mundo contemporáneo cosmopolita globalizado –es decir, en las grandes ciudades-. Es patente en todas sus aristas y en todos sus recovecos: uno tiene que ser algo: profesional, barrendero, obrero, pibe chorro, flogger, rockero, conservador, filósofo, rebelde. Por supuesto, muchas de estas cosas están ya institucionalizadas, por ejemplo la capacidad para ser filósofo. Por mucho que todos sabemos que no es así, la academia es un intento positivista que quiere ordenar a los filósofos y hacerlos ser eso: filósofos. Y los egresados luego están contentos; se sienten realizados. La realización es el punto más álgido de la mala fe: uno al fin logró ser algo en su vida, algo valioso, algo reconocible por los demás y para mí. Me hago real, por fin una cosa que no tiene fisuras, que no corre riesgos, que no va a sufrir más al devenir. Sin embargo, la conciencia “se constituye a sí misma, en su carne, como nihilización de una posibilidad que otra realidad humana proyecta como su posibilidad”[7].
Nosotros, la pertenencia a un grupo y la cultura
No hay nada a priori que me determine a cierto grupo de individuos. Como ya intente mostrar, el Otro me constituye a mí como un yo, objetivándome y haciéndome ser del modo del en-sí, haciéndome ser de un modo que reconozco ser yo en la vergüenza. Pero como ya dije, la vergüenza es por un lado un reconocimiento de mi objetividad frente al otro, pero no por ser vergüenza pues ésta está cargada de semántica moral, digamos, sino por ser una estructura que encuentro en mi conciencia que me refleja mi ser-objeto. Sartre dice que yo soy este yo, lo asumo, pero no he de serlo, pues el para sí es en el modo de no ser lo que es y ser lo que no es. A mi entender, lo que tenemos que entender, no ya basándonos en Sartre sino en nuestra reflexión, es que cuando el Otro me objetiva entonces no sólo me confiere un ser objeto, sino que también me etiqueta, me trata de conferir o, mejor dicho, me confiere una esencia: ordena mis apariciones, trata de comprenderlas, manejarlas, de dominarme y poder desplegar sus posibles conmigo, conmigo como medio. Y yo no soy esa esencia que él me confiere; ese ser, ese ser de cierto modo que él me confiere no lo soy. De hecho, ese ser que él me confiere está cargado de una semántica debida, entre otras cosas a la educación –ser hombre, por ejemplo, es algo cargado hasta los tuétanos de contenido semántico- y a los juegos interpretativos de lenguaje. Pero yo no soy lo que el lenguaje diga de mí, por mucho que lo diga y por mucho que diga yo.
Esto ocurre cuando el Tercero del que habla Sartre, ese que me confiere un nos-objeto pues somos para él un ellos-objeto: el Tercero nos mira a mí y a mi Prójimo, y nos mira como prójimos objeto; nos ordena, nos ve ordenables, nos hace ser lo mismo en cierto punto. No soy un nos-objeto junto a una tuerca que hay en la calle, sino que me hace parte de un nos-objeto junto a otro-objeto, nos confiere cierta esencia, nos asimila al otro y nos carga de semántica, de juicios de valor. Así soy agrupado pero en la medida en que me hacen ser algo, en la medida en que me agrupan con otro y, para esto, deben etiquetarnos. Pero yo lo reconozco, pues voy en búsqueda de un ser, de una definición que me permita evitar este tormento de carecer de fundamento. Quiero ser algo, y de mala fe acepto ser parte de algo, de algo definido. Pero aquel que me define se equivoca, violenta contra mi indefinición y lo mismo hago yo al aceptarlo.
Y si asumo un nos-sujeto lo hago sin fundamento alguno. “… no aparece sobre el fundamento de una relación ontológica concreta con los otros…” dice Sartre en el Ser y la Nada[8]. El nosotros-sujeto es un producto psicológico para él, distinto de el nosotros-objeto que vuelve a ser tan constitutivo como el para-otro. El sentirme psicológicamente parte de un grupo es algo contingente, en sentido amplio, pero no es una estructura de mi conciencia. No lo soy y agrego yo que no tiene mérito alguno. Sentirme identificado con modos de ser, en el sentido de modos de comportarme y de definirme no tiene nada que ver con mi esencia sino con mi circunstancias y, en el fondo, y no tanto, con un acto de mala fe; una mentira. No soy definible a partir de mi pertenencia a un grupo desde un plano ontológico. A partir de aquí critico al sentimiento de pertenencia de un individuo a un grupo, como un acto de mala fe.
Del mismo modo, considero que desde un punto de vista práctico, menos especulativo o metafísico, tampoco se puede definir lo cultural. No presentaré una tesis original al respecto y me limitaré a decir que hablar de culturas es como hablar de lenguajes y uno a lo sumo podría hablar de “juegos de comportamiento o costumbres”, haciendo obvia analogía con los juegos de lenguaje de Wittgenstein. En algunos puntos las personas se comportan del mismo modo, en otras de otro y los móviles son tan variados y se fundan o justifican en tantas otras acciones que no tiene sentido hablar de cultura. Bien se me podría objetar que, siguiendo la analogía con Investigacinoes filosóficas y su comparación del lenguaje con una vieja ciudad[9] lo mismo ocurre con lo cultural. Tal variación se da en las grandes urbes. Frente a esto sólo me queda responder: no hay nada que defina a una conciencia –ni siquiera decir de ella que es conciencia, con lo cargado que está conciencia de sentidos teóricos tanto por la filosofía como por la psicología, como por este trabajo-. Ni siquiera sus comportamientos, y su ser en el mundo psicológicamente, su mala fe y demás actitudes no tienen fundamento ontológico. Y si ser parte de una cultura es ser, entonces ese ser carece de fundamento, pues no es. Ninguna conciencia es parte de una cultura, sea en las grandes ciudades como que no encontremos demasiadas divergencias en el comportamiento de un grupo –para quien lo define, que se estará equivocando- humano.
En conclusión, el creerse parte de un grupo, el sentir que uno está determinado a actuar de determinada manera por pertenecer a él; el encontrarle sentido a la vida por ser parte de algo, eso es un acto de mala fe y, por lo tanto, injustificado
Ejemplo
Imaginemos la siguiente situación. Fui a la cancha. Desde chico me hicieron fanático de Huracán. Claro que es una forma de decir; tal vez eso lo pueda aceptar de mi niñez, pero es claro que ya desde más grande me fui eligiendo “fanático” de Huracán y he acompañado las campañas de ese equipo de fútbol casi con total fidelidad. He ido a la cancha, he sufrido sus derrotas deportivas como si fueran fracasos y frustraciones propios; he tomado sus victorias como reivindicaciones mías –y esto es interesantísimo: no sólo tomé sus victorias como victorias propias, como un estado de felicidad, sino que las tomaba como un alcance de un determinado ser superior; en esos momentos ser de Huracán no era lo mismo que no serlo. Serlo era, sin dudas, lo mejor que se podía ser-, me he peleado por sus causas, he insultado por él y he arriesgado por lo mismo mi vida.
Este día domingo fui a la cancha, como decía. El partido acaba de terminar; “perdimos”. Me encuentro caminando en las afueras del estadio, al marcharme, acompañado de muchísima gente que viste con ropas distintivas del mismo equipo. ¿Seremos la misma cultura? No importa, somos el mismo grupo. Vamos cantando canciones que nos dan identidad, nos hacen ser parte de lo mismo; gente que odia considerablemente a San Lorenzo, sea esto lo que fuere, y que siente con profundo dolor la derrota; de repente nos la soportamos, debemos reivindicarnos, darle dignidad a nuestro ser hinchas de Huracán. En el camino nos topamos con un puñado de simpatizantes de San Lorenzo. Los increpamos, los insultamos, pero no reaccionan; parecen tener miedo, se lo ve en su agachar la cabeza, en su paso acelerado, en su tímida búsqueda de un refugio. “Cobardes”, gritamos, “y de qué otro modo podía ser, si son de San Lorenzo”. Los corremos y los alcanzamos. No cabían más dudas, esa gente debía ser golpeada por ser algo de un algo que atacó a nuestra identidad, que nos humilló; no es tanto por ser de ese equipo, sino que esa gente se merecía sus golpes por haber simpatizado por él. Pero esa simpatía nos humilló, nos perjudicó en tanto éramos de Huracán; me humilló a mí mientras yo soy parte de un grupo. Yo elegí ser parte de ese grupo, me hice parte de él en cada ocasión y lo tomo como propio. Al principio era todo muy difuso: muchos golpes, piedrazos, patadas sin saber bien a quién se golpeaba, pero casi sin notarlo yo ya me encontraba frente a frente con un joven con la camiseta a rayas azul y roja. Él ya estaba en el piso, sangrando, sin posibilidades de defenderse o salir corriendo. Ya ni espantado estaba, porque estaba aturdido, rendido. Pero era inminente, esa camiseta merecía sufrir. Entonces decidí cortarla, cortarla para que sufra lo que me hizo; cortarla para que se desangre y se muera desangrada, cortarla para que no vuelva a parecer y para vengar mi humillación ahí adentro. ¿Lo creía a ese joven autor responsable de la muerte de la derrota de mi club? Vamos, nadie podría pensar tal cosa. Yo sabía que él no tenía goles ni era mi arquero que atajó tan mal, ni dirigente del club que se robó el dinero. No lo acribillé por eso, lo hice porque tenía esa camiseta; era esa camiseta; no lo maté a él, mate a su camiseta, a su ser de San Lorenzo.
Pueden imaginarse miles de situaciones como estas, cotidianas. Piénsese en las muertes de los floggers a mano de los emo, de los chetos a manos de la resentida juventud marginada, las atrocidades cometidas por el sistema judicial frente a los marginados, la muerte de los policías en manos de los delincuentes, en toda discriminación, pues ésta en sí no es más que esto, etc.
La relación moral
El reconocimiento
Como ya vimos, mi relación con el prójimo no es de conocimiento. Yo no conozco al prójimo-sujeto sino en tanto es aquel que me mira y me confiere una objetividad y un ser. Mi relación moral, no es una relación que se pueda entablar desde el conocimiento. No hay ningún fundamento cognoscible que pueda hacerme saber cómo se actúa correctamente, pues ni siquiera hay un actuar de modo correcto. Claro, sólo puedo creer que lo hay hasta que medito al respecto. En todo caso puedo obrar de mala fe y no cuestionarme con un mínimo de rigor sobre lo moral y llevar a cabo una reflexión ética, claro, como ya dije al principio, pero una reflexión floja y de mala fe; una reflexión que busca en fundamentos no fundados y totalmente arbitrarios, sabiéndolos arbitrarios –eso se refleja en el no querer indagar al respecto porque se sabe que no se encontrará fundamento. Basta para ello hablar con una persona sobre alguna convicción moral fuerte suya pero sobre la cual jamás ha indagado-. Aquí creo que di con el mejor ejemplo de mala fe, mala fe conciente.
No hay fundamento alguno y eso es desesperante. Pero, sin embargo lo moral existe porque nuestros actos siempre son el mundo, en el mundo mío y de otros. Mis acciones tienen efectos en o para los demás; los modifican y los afectan. Lo mismo viceversa. Introduciré aquí brevemente a Levinas y para ello quiero remarcar una cuestión. El ser-para-otro en Sartre es una hecho de la conciencia. No es una estructura ontológica del ser para sí (Pág. 309); no es posible derivar este ser para otro del ser para sí, ni que es, simplemente “nuestra realidad humana exige ser simultáneamente para sí y para otro”. La identidad del para sí se da como la negación de un prójimo que me niega como ser de su para sí. Él se hace no ser yo y yo así lo niego. Pero mi relación con el otro no puede conocerse más allá de esto. Yo no puedo conocer jamás al otro cómo un para sí si no sólo como un objeto, y en tanto tal su ser me es siempre solamente probable, del mismo modo que mi ser-objeto le es a él simplemente probable. Pero somos para el otro: yo para él y el para mí, fuera del plano del conocimiento y nos conocemos en tanto somos mirados y no en tanto miramos. La relación moral, digo yo, no tiene nada que ver con el conocimiento del otro.
Levinas, según Simon Critchley[10], sostiene justamente que la dimensión de la alteridad es algo que escapa a mi comprensión. Es algo que excede al conocimiento, y todo lo que excede al conocimiento requiere reconocimiento. Y lo que hay que reconocer es la separación del otro respecto de mí; hay que respetar esa trascendencia del otro. En Humanismo del otro hombre[11] Levinas indica que esta responsabilidad es anterior a toda intencionalidad y por eso anterior a toda libertad y esto suele contraponerse a la idea sartrena de que el hombre no es más que libertad. Pero a mi entender esto no es así. Sartre sostiene que el ser para otro es un hecho, más allá de que el para sí, la conciencia sea libre. Pero no es libre frente al la libertad del otro en tanto facticidad, sino que es libre respecto de sus posibilidades y en su hacerse ser lo que es. Así como es para sí, es para otro. Podríamos decir –no siendo tan fieles a la ontología sartreana, pero articulándola legítimamente a mi entender- que la libertad del para sí, su nada de ser, se da en un mundo que es, y en el que los otros son. El otro está ahí, amen de mi libertad. Y esa facticidad debe ser reconocida. Claro, si somos fieles al planteo sartreano, sólo reconozco el ser que el otro me confiere, pero porque reconozco la existencia del prójimo-sujeto sin conocerlo. En ese sentido Sartre y Levinas podrían llegar a combinarse o sintetizarse.
El compromiso
Para Sartre, la negación de ser que es el mismo ser de la conciencia tiene, a mi entender, un matiz normativo: eso es la mala fe. La mala fe es, por decirlo de una manera sencilla, mala. Es un atentar contra el modo mismo de ser de la conciencia, de uno mismo. Es un error; es querer hacerse ser lo que no se es, es querer objetivar lo que escapa siempre en último término a la objetivación, a la en-sí-ficación. Podríamos decir que uno debe asumir un compromiso con uno mismo puesto que en realidad uno es ese compromiso; el saberse no siendo lo que se es, y siendo lo que no se es. Uno no puede no ser ese compromiso, es el ser de uno. La mala fe es mala porque en realidad no es, es falsa. Claro, esta actitud de hecho asegura que no puede sostenerse por siempre, pues la conciencia se sabe no siendo eso que se encubre a sí misma. Yo sostendré que lo mismo ocurre respecto al prójimo: yo sé que aquel que me mira, ese prójimo-subjetividad para sí al cual soy en el modo de objeto no es eso que yo pretendo hacerle ser. No es ese objeto ni lo es para sí, es decir, no es ese conjunto de cualidades, cualidades que le aplico por querer o necesitar ordenarlo en mi experiencia; no es ese conjunto de etiquetas que le aplico al querer conceptualizarlo. Y mi compromiso para con los prójimos, con los prójimos, con todos y cada uno de ellos.
Es un compromiso que no puedo no asumir, porque yo reconozco que el prójimo no es ese que yo objetivo e intento etiquetar, sino que es justamente una mirada que yo no puedo mirar. El prójimo es algo que no puedo conocer y es eso lo único que conozco de él. A partir de allí un compromiso para con su no ser eso que yo le hago ser en para mí. Compromiso porque es una mala actitud frente al otro, pero frente a mí. Es como engañarme a mí mismo respecto del ser del otro porque yo sé que el otro no es eso que yo le hago ser. Y no es un engaño porque me confunda, sino porque el ser del otro en mí, el ser del que me mira no es ese ser que le confiero al querer conocerlo.
No hay un error de cálculos, ni algo que debamos llegar a conocer o deducir; es simplemente una actitud errada; pero que es conciente de su error –por eso es como la mala fe-. Y es, por ello, que es una actitud negativa –en sentido peyorativo-; es una actitud moralmente mala frente a cualquier prójimo; frente a todo prójimo. Por eso es el problema moral por excelencia: el compromiso con el otro por no poder más que reconocerlo; reconocerlo como algo a lo que no conozco ni debo conocer, sino aceptar en su modo de ser como otro que no soy yo.
Conclusión
Circularidad de la mala fe, conclusión.
Hemos presentado entonces a la pretensión (de mala fe) de querer recudir al otro a un objeto manipulable, etiquetarlo para poder ordenarlo e, incluso, poder comercializarlo, como sucede hoy día en casi todo los ámbitos en los que opera el capitalismo y las sociedades de consumo.
Pero ocurre un inconveniente: si la conciencia sabe que el otro no es eso, y si lo moral se juega en otro plano que no es el conocimiento; si lo único que podemos afirmar es que la conciencia se engaña a sí misma respecto al ser del otro cuando lo objetiva; si lo único que tenemos es una especie de principio según el cual sólo podemos saber que eso es mala fe, entonces: ¿Por qué lo hago? Para poder actuar en este mundo. Y por eso lo moral se da en el plano de las acciones: uno actúa moralmente, no es inmoralmente. No se es inmoral, claro está. El compromiso con el otro se da al actuar, pero no tenemos nada que nos haga saber cómo actuar frente al otro, sino sólo que al momento de objetivarlo estamos actuando mal. Y se da una circularidad: actúo inmoralmente siempre que actúe incorrectamente –de mala fe- . ¿Cómo resolverla? Sartre ya señala en El existencialismo es un humanismo[12] que lo que queda es un juicio lógico, y no de valor, pues ciertas elecciones están fundadas en el error y otras en la verdad. La mala fe es juzgable. De todos modos, me parece, volvemos a lo mismo: por qué es una actitud juzgable moralmente el mentir, sea mentirse a uno mismo o a lo demás.
Según lo entiendo, esto se debe a que lo moral tiene que ver más con problemas que trae el conflicto de la convivencia y las luchas de poder, siendo que carecemos de fundamentos morales. De todos modos, y aunque la mala fe no pueda ser un fundamento moral último, me parece que plantear el problema del error lógico pero no desde un conocimiento del otro sino simplemente de los modos de conciencia o, más bien, a partir de la indefinibilidad del otro es importante y necesario para un progreso ético. Si actúo frente al otro o contra el otro de determinada manera por su modo de ser, si ese es mi móvil, entonces debo saber que me estoy equivocando: el otro no es eso, yo no puedo definir al otro. Entonces, actuar sobre el otro por su modo de ser está injustificado, aun cuando no podamos decir que está mal.
Índice
Introducción
Los otros y nosotros etiquetados
En el intento de conocer……………………………….. 1
Conocer al conocimiento………………………………. 2
Mi ser para otro………………………………............... 2
La mala fe……………………………………………… 4
Nosotros, la pertenencia a un grupo y la cultura………. 6
Ejemplo………………………………………………... 7
La relación moral
El reconocimiento……………………………............... 8
El compromiso………………………………………… 9
Conclusión
Circularidad de la mala fe, conclusión………………... 10
Bibliografía.
Kant, Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 1938.
J-P. Sartre, El ser y la Nada, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 2008.
L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Editorial Altaya.
S. Critchley, Introducción a Levinas, Levinas, E. Difícil Libertad, Bs. As, Lilmod, 2004.
E. Levinas, Humanismo y An-arquía, Humanismo del otro hombre, Siglo veintiuno editores.
Notas
[1] I. Kant, Crítica de la Razón Pura, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 1938.
[2] J-P. Sartre, En busca del ser, Introducción, El ser y la Nada, Editorial Losada, S. A, Buenos Aires, 2008, Págs. 23 y 24
[3] J-P. Sartre, La mirada, Capítulo I, Tercera parte, ob. cit. Pág. 359.
[4] J-P. Sartre, ob.cit, Págs. 367.
[5] J-P. Sartre, ob.cit, Págs. 373.
[6] L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Editorial Altaya.
[7] J-P. Sartre, Mala fe y mentira, Cap. II, Primera parte, ob.cit. Pág. 95.
[8] J-P. Sartre, El nosotros-sujeto, Cap. III, Tercera parte, ob. cit. Pág. 579.
[9] L. Wittgenstein, parágrafo 18, Investigaciones Filosóficas, Editorial Atalaya, , Pág. 31
[10] S: Critchley, Introducción a Levinas, Levinas, E. Difícil Libertad, Bs. As, Lilmod, 2004.
[11] E. Levinas, Humanismo y An-arquía, Humanismo del otro hombre, Siglo veintiuno editores, Págs. 99 y 100.
[12] J-P Sartre, El existencialismo es un humanismo, 1946
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